Vicente Martínez Encinas Vicente Martínez Encinas
Martes, 25 de Febrero de 2025

El astaco, nuestro cangrejo verde, que se fue y nunca volvió

Número once / Julio de 2008 / Vicente Martínez Encinas

Estas llanuras nuestras, que hoy llamamos Campos Góticos, fueron tierra romana, a la que una lujosa morada extendió su nombre de Camala. Los romanos se la habían arrebatado a los vacceos. Tres ríos aportaban el pulmón, la asadurilla y la vida: el Araduey, con sus carrizos y mayas; el Cea, con sus gazapotes y el Sequillo, con sus abates. En sus orillas tableteaba la coalla, piñoneaba el alperdiz y crecían chopas, paleras y álamos peraltados. Pero en la arteria fluyente, en la mansa corriente, se formaron charcas, bargas y madrices, donde abundaban, bullinaban y retrocedían los cangrejos.
 
Estos ríos se convirtieron en cantrojales, repletos de colmenas de cangrejos. Maraños envueltos en zonjas, juncias, tiñas, azulones… formaban la arquitectura verde, cubierta de napla. Millones de astacos se movían inquietos y se zondían en sus aguas terrosas y opacas. A veces ascendían por los arrotos y regueras, hasta pagos que aún llevan su nombre: cangrejos de aguanal, de Carrajunquera y Carrapesquera en Grajal, la Pulga Negra en Sahagún, Guimaras en Escobar…
 
Los astacos del Cea tenían el señorío de la corriente. Limpios y abultados como mostelas de mielgas, lucían un color azulado y verdoso. Los cangrejos del Sequillo eran jarcas infinitas, incontables, de machos y crías, aloncejas diminutas y negras, liliputenses en la estrecha madriz del arroyo de Valdesalce, Escobar o Las Guimaras. Semejaban plagas, marabuentas de punto negro moviéndose en el lodo subacuático. Cuando sacabas el ratel, aparecía más de una veintena, necrofagando el tocino rancio, la rana destripada o la sardina con rufo de peste. Los cantrojales delAraduey, coucltos entre amazorgas, eran verdes, de verde intenso y fiero, con olor a cantruejo, entre los pínfanos del río.
 
¡Cuánta vida explotaba en la corriente queda y pegajosa de los ríos de Tierra Camala! ¡Cuánto perfume de sangre y semen blanco de los chopos, cuando terminaba la primavera!
 
Tardes limpias y azules de primavera, atardeceres de polvo de trilla y aparvadera veraniegas, golondrinas que trisaban sobre el surco de estos ríos, flotando en la orisca de la brisa y el frescor de las choperas y del agua. Con el hatillo al hombro, escondidos los rateles y los cebos y la merienda en la cesta de mimbre, se desplegaba la artillería de caza y se echaban los rateles y jamuestras en la orilla de los ríos, a la boca de las huras, entre balsas, sebes, zonjas o remansos de alfilerines. Saltaba la parpaja, la libélula azul y se espantaban los garapitos, mientras los gaviluchos y corujas escoscaban las espigas y quitaban las lestras de cereales perdidos. 
 
 
Bajo la sombra de la palera o de la chopa, envuelta, a veces, en ramales de nubes, pisando los guijos de la yerba, los cangrejeros, muchas veces la familia completa, abrían la fardela, espitaban la bota y se merendaba y absorbía como reteso hinchado de leche. Cada cuarto de hora, se recorría el sendero abierto a mano de trocha o sangría entre la maleza del río. Se sacaba despacio el ratel y, en aquellos entreverados reculos de saco con unto, aparecían reculando los cangrejos. Los del Sequillo, canicas de azabache puro; los del Cea, guerreros, empinados sobre las aspas de la cola y los del Araduey, tornasoles del atardecer. Decenas de docenas brullían en el saco, entre la saliva de espuma del rechazo, cuando el sol se ocultaba tras nuestros abollados y, a veces, pindios oteros. Por la noche, el hambre se mataba con el sabroso revuelto apimentado de arroz y astaco. 
 
¡Cuánto sabor perdido, cuánta ecología masacrada, cuanto valor culinario jugado en la apuesta de venenos y herbicidas!
 
El cangrejo endémico de Tierra de Camala se fue y no ha vuelto más. Lo expulsamos por la corriente podrida, asfixiado de olores de molederos y de nuestros excrementos, camino de la mar profunda, Me dicen que, en el estanque del convento de las vírgenes fatuas de Grajal, viven en cautiverio, amurallados entre cinielgos, lecherinas y alberjacas, algunas y únicos ejemplares que n pueden trepar a los ríos de Tierra Camala. En ellos desaparecerían para siempre. La especie se ha sumergido en el aberrunto de la muerte. 
 
Tierra Camala / Número once / Julio de 2008 / Vicente Martínez Encinas / Este artículo del desaparecido profesor Vicente Martínez Encinas ha sido extraído de la revista Tierra Camala, editada por la asociación cultural Colectivo Tierra de Camala, con sede en Sahagún, desde agosto de 2007 a diciembre de 2010. Su distribución era gratuita y mensual.
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