Félix Pacho Reyero Félix Pacho Reyero
Martes, 18 de Marzo de 2025

El palo de los pobres

Número 18 / Febrero de 2009 / Félix Pacho Reyero

Desde muy antiguo y hasta 1970 aproximadamente, el palo de los pobres (los más redichos le llamaban el palo del mesón) circulaba por las casas de varios pueblos de la comarca de Sahagún. Era una cruz muy elemental, con el mástil del tamaño del rabo de una escoba y con travesaño de tablilla de treinta o cuarenta centímetros de larga por diez o doce de ancha donde podía leerse, en tinta negra, por un lado, Ave María Purísima y por el otro Una Limosna por Dios. 
 
En la década de 1940 llegaban a la localidad de Calzadilla de los Hermanillos tres o cuatro pobres cada día. Pobras no venían apenas. La mayoría eran efectivamente pordioseros, pera había también peregrinos, pícaros y mangantes camuflados, huidos de la justicia y algún maquis. A mí me fascinaba escuchar las aventuras y mentiras de estos vagabundos. 
- Oye, chiguito, ¿por dónde anda la corrida del palo de los pobres?
- Preguntaba el zampalimosnas a cualquiera de los arrapiezos de pantalón corto, tirante cruzado y zapatillas de lona que zascandileábamos por la calle después de salir de la escuela
- Y el que lo supiera gritaba:
- En ca la tía Cotilde o por ahí, porque ayer la tocó la vecera a la tía Jacoba que vive cerca. 
Corrida o vecera se llamaba, pues al turno de recogida de mendigos, aunque también había vecera de llevar a pastar las vacas, que a mí me tocó, como guardar las yeguas.
 
Localizado el palo de los pobres y provisto de él, el mendigo llamaba a la puerta siguiente y soltaba una perorata que empezaba con lo de Ave María Purísima… Y la señora de la casa le mandaba pasar. Porque el palo de los pobres era como una credencial, como un salvoconducto o garantía del menesteroso. Cuando, excepcionalmente, un vecino no recogía los vagabundos, se decía que fulano de tal no guardaba la corrida o la vecera, y no era bien mirado, sobre todo por el cura del pueblo. Por regla general, sólo los que no iban a misa tampoco guardaban la corrida. Bien, el caso es que la mayaría sí. La mayoría sí recibía a los indigentes. 
 
Una vez admitido el palo de los pobres, el mendigo descargaba en cualquier rincón su fardelón de lienzo moreno, mediado de mendrugos. La señora le decía en qué lugar del corral estaba el palanganero y le mandaba que se lavara las manos y la cara, dándole un pingajo para secarse. El mendigo pasaba después a la cocina y se calentaba tímidamente a la lumbre baja. Pero enseguida repicaba el campanil de la ermita de la Virgen de los Dolores.
 
- ¡Vamos! Decía la señora al infortunado-, que tocan al rosario. Así que al rosario y vuelva luego, que no tardaremos en hacer la cena. 
 
Los mendigos abandonaban la posada. Unos iban al rosario, otros a la cantina, si la había, y otros a dar una vuelta. En la cantina ajustaban la venta de los mendrugos, porque los cantineros criaban más de un cerdo que cebaban con el pan de limosna, muy duro a veces. Compraban asimismo rebojos de limosna los pastores que tenían varios perros. En estos pueblos todo el mundo daba pan al mendicante, excepto el maestro y el cura que socorrían en metálico, una perrina o una perrona, menos los domingos y fiestas de guardar, sobre todo el día de San Bartolo, que se estiraban y daban un real.
 
Después del rosario, el ama de casa preparaba la cena. Poca cosa: sopas de ajo y un torrezno o un huevo frito. A veces, patatas con costilla. Salvo excepciones, el mendigo cenaba con la familia. Terminada la frugal colación, si no había hilorio o velada, el pobre marchaba a dormir al pajar. Así, entre la paja, con dos mantas traperas y sudadas de caballería que se le proporcionaban, no pasaba frío ni en pleno diciembre.
 
Pero sobre todo en invierno, había hilorio y a los chiguitos no nos mandaban a la cama, que las noches eran muy largas. Los vagabundos, a los que se les proveía de vaso para descarga libre del jarro del vino, contaban historias que, a mí, ya digo, me apasionaban, me seducían. Eran sucesos fantásticos protagonizados por ellos mismos y ocurridos en tierras lejanas, historias de pena y amor con princesas y mozas muertas, crímenes horrendos de hombres sin piedad… Mentían más que hablaban. Seguían bebiendo y entonces cantaban y hasta bailaban. Cuando se ponían ya demasiado locuaces, el ama de casa les ordenaba marchar a dormir al pajar. Los peregrinos, los huidos de la justicia y los maquis, que nosotros desde luego no distinguíamos, se mostraban más discretos, taciturnos y pedían irse pronto a descansar. 
 
A la mañana siguiente, tras unas sopas de ajo y el consabido torrezno o huevo frito, a llamar otra vez de puerta en puerta, a vender los rebojos del fardelón y a mendigar a otro pueblo. Mi padre me mandaba ir con los pobres a las casas donde podrían vender el pan, cosa que yo hacía de muy mala gana y refunfuñando. “¡Hala!, hijo, vete y cuando seas grande, te dejo jurar”, era la frase de truco que mi padre usaba siempre que yo desobedecía, en vez de arrearme cuatro pescos. Porque a mí me ilusionaba mucho jurar sin cometer pecado mortal. Porque en mi pueblo, a lo mayores, es decir, a los que habían pagado la cuartilla y entrado de mozos, les dejaban decir palabrotas y lo que se llama jurar, y parece que no por eso cometían pecado mortal.
 
Yo a los pobres que más he querido han sido a Borile, el de Villamizar, a Belarmino, el de Castellanos, y a Bonifacio, el de Villamartín de Don Sancho, Bonifacio Lucas Rodríguez. Un poco también a Patapalo, que éste era de lejos, lo menos de Foncebadón. Los cuatro ayudaban algo a mi padre que, en primavera y verano, les daba dormida, manutención, tres o cuatro cigarros de petaca al día y una parva soldada en efectivo. 
 
Solían ser muy vagos, tan vagos que en cierta ocasión hizo mi padre quince adobes de amarcal grande mientras Belarmino fue a tirar de pantalón tras unos matorrales. Por suscripción popular, los mozos de Villamizar regalaron, para las fiestas patronales, un traje a Borile, pero éste sólo aprendió una chufla así: “El tío (aquí el nombre del más rico del pueblo) / es un cabrón, /que no quiso dar nada, / pa la suscreción”. Bonifacio, que merece un libro, no era mendigo, era un juglar ciego que hizo el Camino de Santiago con un motril y un rabel cantando coplas. Patapalo, como su homónimo que da título a una novela de Bartolomé Soler, soñaba con “el vino espeso y sangriento de Ponferrada”, con “la leche abundante como el agua y apretada como la gelatina” de Boñar, con cielo de panes candeales en casas como las de Calzadilla. A todos, menos a Bonifacio, limpio como el jaspe, mi madre les hacía lavarse tres o cuatro veces antes de comer, y con jabón de piedra, un jabón muy concentrado de sosa, porque eran bastante marranos.
 
Afortunadamente ya no vienen pobres mendigando por las puertas de los pueblos. Además, a nadie se le abre la puerta por las buenas. Sí pasan muchísimos peregrinos, que en Calzadilla va a comer al espléndido mesón que sostienen parientes míos. Los peregrinos duermen en hoteles y albergues, aunque hay los que montan una tienda de campaña en la chopera o tienden un saco rugoso bajo los puentes. Sin embargo, nunca faltarían los pobres entre nosotros, dijo Jesús. Uno, tan amigo de gente non sancta, igual se anima a sacar a la luz pública, sin competir con libro magistral ‘Vagabundos de Castilla’ de Juan Díaz Caneja, un manual de las picardías y artes de pedir limosna hoy en día. La pobrería actual ha desertado de la trashumancia. Se saca más a la puerta de una iglesia cuando los fieles salen de misa o en inmediaciones de un supermercado de la capital. Así que vaya usted a saber dónde habrá ido a parar el último palo de los pobres. Ni en el Museo Etnográfico de Mansilla de las Mulas lo he visto. 
 

 

 

Tierra Camala / Número 18 / Febrero de 2009 / Félix Pacho Reyero / Este artículo del desaparecido periodista de Calzadilla de los Hermanillos, Félix Pacho Reyero, ha sido extraído de la revista Tierra Camala, editada por la asociación cultural Colectivo Tierra de Camala, con sede en Sahagún, desde agosto de 2007 a diciembre de 2010. Su distribución era gratuita y mensual.

 
 
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