Juan Conde Guzón
Martes, 08 de Abril de 2025

A las doce dadas…

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Podría ser la hora del fin del encantamiento de Cenicienta, pero no, dadas hace referencia a las campanadas del Reloj de la Villa, desde mucho antes que Sahagún fuera declarada Muy Ejemplar Ciudad, cuando resonaban desde el último cuerpo de la torre de San Benito, cual metrónomo que marcaba el pulso de las rutinas, de los días, allá donde se oyeran, a no pocos kilómetros a la redonda.
 
La verdad que nunca supe con certeza si dadas se refería a la hora precisa, ‘en punto’, o, lo que es más probable y coherente con la leve impuntualidad española, indicaba que podíamos acudir a la cita unos segundos, incluso minutos, más tarde. De lo que no hay duda es de que, a la mayoría de los vecinos, cuando solo unos pocos tenían reloj de bolsillo o de pulsera, las campanadas les servían para pautar las jornadas del campo, los descansos, las quedadas para jugar, para volver corriendo a casa porque se había hecho la hora. Incluso, a modo de barómetro, cuando resonaba rotundo, aplacado por la atmósfera, permitía predecir borrascas o tormentas: “suena encapotado”, oí decir a muchos mayores.
 
Fue en la sesión del Pleno del Ayuntamiento de 24 de enero de 1886, previa negociación con el relojero de Palencia, Eugenio Diez Villanueva, cuando se acordó la adquisición del Reloj, que debía de ser de horas y cuartos dobles, el badajo de bronce, las pesas de plomo y la esfera exterior de zinc y de dos metros de diámetro. Todo ello, incluida la instalación, por el precio de 3.000 pesetas, puesto en la estación y a percibir en un solo acto cuando el Reloj estuviera instalado.
 
Más tarde, el 18 de febrero del mismo año, se señaló el siguiente domingo para subir la campana, a cuyo acto asistiría la Corporación, acompañada de la banda de música, acordando pagar 125 pesetas por los gastos que ocasionara transportarla, ascenderla y colocarla. A la banda de música se le abonarían 25 pesetas como gratificación por sus trabajos.
 
En la década de los 60, el vecino Francisco Montero manufacturó en bronce la corona que daba los cuartos, dedicándose durante años, con la discreción que le caracterizaba, a las labores de mantenimiento y reparación del Reloj. Fueron, precisamente, sobrinos de este vecino –Cesáreo y Guillermo Montero- quienes, después de años de total abandono y deterioro, reconstruyeron la maquinaria en su taller de Coslada: “después de casi dos años, durante los cuales se llevó a cabo una tarea ardua, costosa y paciente, vuelve el Reloj a la Villa en la primavera del 2005, fecha en la que vuelve a funcionar con regularidad.” Así consta de forma literal en el acta de la sesión del Pleno del Ayuntamiento en la que se acordó la concesión a estos hermanos del Puerro de Oro, en reconocimiento a su labor altruista.
 
Sin embargo, desde entonces, pese a haber sido automatizado en aquel taller - ¡cuánto costaba girar la manivela de las horas! -, han sido escasas las ocasiones en las que han vuelto a sonar las campanas. Puede que haya sido pasto de la desidia que parece estar haciéndose cargo de todo. Se especula, también, con la perturbación que el sonido pueda causar a alguna vecina o vecino en sus horas de descanso, por más que a muchos, incluido algunos de los que hemos pasado buena parte de nuestra vida a escasos metros de las campanas, se nos antoje imposible; pero, si así fuera, no resulta inimaginable que en el s. XXI se pueda silenciar el tañido hasta los límites legalmente admitidos en el horario nocturno. Pero parar el Reloj, sin más, es como querer callar el tren, el río, el gallo o a los grillos, tan identitarios del pueblo como esta pieza centenaria. Pero, como todo, Sahagún como se mire.
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