Piedad Luna Tovar 1
Miércoles, 30 de Abril de 2025

La imprenta

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Mi infancia fue un aroma a tinta vieja, cargada de pigmento y disolventes, aquella que mi padre utilizaba en la pequeña imprenta que era parte de nuestro negocio familiar, una verdadera colección de piezas antiguas que parecía esperar el retiro apaciblemente. Mi padre se movía en este pequeño laboratorio, mal ventilado, con una envidiable soltura. Los tipos, representaciones de letras, números y otros signos lingüísticos, estaban grabados en el extremo de una pieza de plomo de diversos grosores que determinaban el 'cuerpo' de la letra. Se amontonaban en cajetines de distintos tamaños, en el interior de los cajones que componían el chibalete, un ruinoso mueble de madera que él pronunciaba en su original francés, chevalet. De ellos iba tomando el tipo preciso para colocarlo sobre el 'componedor' e ir formando cada línea de impresión. No había una sola identificación, sin embargo, mi padre rara vez fallaba al coger cada uno, sin mirar y hablando al mismo tiempo. Tampoco erraba al devolverlos al hueco correspondiente cuando desmontaba los moldes. Mis ojos seguían sus manos a la misma velocidad con la que él iba dejando caer cada letra en su lugar. 
 
El taller era pequeño, pero albergaba una tropa bien ordenada, en cuya vanguardia estaba la máquina de imprimir, una Minerva de rodillos y de tercera mano. El segundo lugar en importancia lo ocupaban una guillotina de palanca y una gran cajonera que guardaba todo tipo de papeles y cartulinas, cartones y telas de encuadernación. Sobre ella, y en un extremo, una perforadora-puntilladora servía para punzar las matrices de los talonarios de facturas y albaranes. Los restos de papel eran tan pequeños como cabezas de alfileres y se depositaban en una caja a los pies de la máquina. Mis primas y yo cogíamos puñados de este improvisado confeti y nos los tirábamos unas a otras, con resultados desastrosos, porque los papelitos se soldaban al pelo y la ropa y no había forma de deshacerse de ellos. 
 
El local se calentaba con una estufa de hierro fundido que se alimentaba de serrín. Allí pasaban las tardes mi abuelo Félix y el Sr. Vicente, sentados en un banco que había tenido en sus orígenes la delicada misión de servirnos de cuna. 
 
 
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La imprenta tenía siempre un suave olor a tinta, pero se llenaba de un aroma acre y penetrante cuando, al acabar cada tirada, mi padre limpiaba los moldes y los rodillos de la máquina con benceno. Tiempo después, cuando la imprenta ya había desaparecido, me llegaban los olores como un guiño, desde algún rincón oculto. Yo cerraba los ojos y el taller se llenaba otra vez de vida. No hace mucho, han regresado esas sensaciones, al recuperar mi hermano la máquina de imprimir que acabó, por azares del destino, en manos de un encuadernador palentino y que ahora ha vuelto al lugar de donde, tal vez, nunca debió salir. Quizás, la conexión no sea tan literaria como pueda parecer y se trate simplemente del papel que esas moléculas de olor juegan en la respuesta emocional y en la memoria, pero a mí me devuelven recuerdos nítidos y deliciosos, incluso, a pesar de que esos olores fueran, al final, los responsables de la enfermedad y la muerte de mi padre.
Comentarios (1)
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  • Rubén Moral

    Rubén Moral | Domingo, 04 de Mayo de 2025 a las 20:07:52 horas

    Muy buen artículo.

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