Juan Conde Guzón
Viernes, 25 de Julio de 2025

Los últimos carteros

Queridos todos, esperamos que al recibo de ésta estéis bien, nosotros también, a Dios gracias…
 
Era una forma habitual de encabezar las cartas familiares, cuando el  género epistolar, hoy prácticamente desaparecido, constituía el medio más frecuente de comunicación en la distancia. 
 
Sonaba el silbato como un sonido familiar y el cartero entregaba el envío en el umbral o entraba hasta el fondo como uno más de la casa.  Corrían las décadas centrales del siglo XX, la sociedad se relacionaba cuerpo a cuerpo, sin redes sociales, sin mail, ni fax,  sin apenas telefonía, sin esos medios tan líquidos y efímeros. 
 
 
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En Sahagún había unas pocas docenas de teléfonos, todos con números de dos cifras gestionados desde una centralita común, la mayoría teléfonos de negocios o de las escasas  administraciones públicas.  En este contexto, Alejandro Conde Luna –mi padre- y Froilán Ferrer Castellanos, Froilán y Alejandro,  recorrían cada día sus distritos minuciosamente trazados cual dos mitades exactas del pueblo, adentrándose en su cotidianidad como discretos protagonistas. Por sus valijas de cuero curtido pasaron infinidad de historias de (e)migrantes, de familiares ausentes, de exiliados; la correspondencia comercial, las pensiones de vejez  e invalidez –el famoso SOVI-, las retribuciones pasivas de emigrantes retornados; discos de vinilo, libros, periódicos, revistas,  catálogos varios y los envíos más diversos. Cuando apenas estaban numeradas las edificaciones los carteros conocían a la perfección la dirección, ‘las señas’, de todos los habitantes, teniendo que descifrar, con frecuencia, caligrafías jeroglíficas, e incluso localizando a destinatarios con tan solo su nombre de pila.  La única posibilidad que no cabía era postergar la entrega de un envío, aun cuando fuera a costa de volver a intentarlo una y otra vez a lo largo de la jornada. Era imposible, también, dejar de clasificar cada tarde tan solo una de las cientos, a veces miles, de cartas, para su puntual remisión –todavía sin código postal-, desde Sahagún a donde correspondiera. 
 
Hoy en la era de la comunicación inmediata y del mensaje instantáneo, puede resultar extraño imaginar que la práctica totalidad de la información que unía a un pueblo con el mundo pasara por la comunicación postal. Eran los tiempos de las casas siempre abiertas donde se esperaba a los carteros a la espera de noticias,  para confiar, quienes no sabían leer ni escribir, la lectura y la contestación, ´a vuelta de correo´, de la carta tan deseada; para una ayuda doméstica trivial; para aliviar la soledad que infligía la ancianidad; o, simplemente, para, con una parrafada,  arreglar el mundo desde el pueblo, lo mismo que ahora hacemos, quizá con menos atino.
 
 
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Froilán y Alejandro; Alejandro y Froilán, como tantos otros, no fueron doctores, ni políticos, ni actores, ni poseedores de ningún título habilitante para su distinción mediante calles, auditorios o reconocimientos de oro, pero, sin duda, entraron por derecho propio en la intrahistoria de Sahagún por su puerta grande o, por mejor decir, por cada una de las puertas de sus hogares.
 
En memoria, es justo.
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