Andrés Herrero
Miércoles, 27 de Agosto de 2025

Cosas del beber

En verano, en las fiestas de los pueblos, el alcohol no es un acompañante: es el protagonista. Se bebe por aventura, por socializar, por experiencia, por miedo, por deseo, por nervios, por aburrimiento… o simplemente porque sí. La noche es larga, y siempre hay alguien dispuesto a apurarla. El vaso en la mano abre todas las puertas: ayuda a soltarse, a reír más alto, a bailar con menos vergüenza, a hablar con cualquiera. Y, por supuesto, a ligar. Porque bajo los efectos del alcohol, todos somos más guapos, más valientes y hasta más ingeniosos. Luego, claro, al día siguiente uno descubre que aquella conversación brillante era un galimatías y que el flechazo se parecía más a un espejismo etílico.
 
Lo curioso es cómo se normaliza todo. En fiestas, la borrachera no es un problema, es casi un requisito. Nadie se escandaliza si alguien acaba arrastrándose por las calles, si se duerme en un banco o si pierde por completo el oremus. Todo se interpreta como parte del espectáculo, igual que los fuegos artificiales o la charanga. Ser borracho en fiestas no tiene consecuencias: no resta prestigio, no deja mala fama. Es tradición.
 
No hablo desde fuera, ni con gesto de censor. Yo también he bebido litros de más, he hecho diabluras de madrugada, he despertado con resaca épica y me he dejado arrastrar por la inercia del grupo. Incluso he creído, más de una vez, que el paraíso y el amor eterno se podía encontrar detrás de un cubata. Así que no pretendo dar sermones: solo compartir la duda de si este ritual tiene tanto sentido como creemos.
 
Porque, mirado en frío, el guion se repite cada año. Peñas y quintos desbocados, botellones en calles y praderas, abrazos exaltados de amistad a las cinco de la mañana, discursos filosóficos que nadie recuerda, y litros y litros que desaparecen con la misma rapidez con la que aparece la basura. El paisaje al día siguiente lo dice todo: botellas rotas, bolsas, vasos de plástico… un campo de batalla que a veces nadie recoge.
 
La fiesta, sin embargo, ofrece mucho más. Está la música de la orquesta, los pasacalles de la charanga, las conversaciones sin prisa, los reencuentros de verano, los bailes hasta que amanece. Pero todo eso queda a menudo eclipsado, como si el único camino a la diversión fuera a través de la botella. Como si la identidad festiva se midiera en grados de alcohol y no en intensidad de momentos.
 
Quizá convenga recordarlo: lo inolvidable de las fiestas no son los litros, sino las historias. Y esas, paradójicamente, suelen contarse mejor cuando uno puede mantener los ojos abiertos sin que giren como peonzas. Claro que sí, beber tiene su encanto, su chispa y su ritual compartido. Pero perderse la fiesta por beber demasiado es, al final, lo más absurdo de todo.
 
Así que cada cual que haga lo que quiera, que para eso son fiestas. Pero yo, al menos, me quedo con la idea de que se puede ligar, bailar, cantar y reír sin necesidad de beberse hasta el agua de los tiestos. Y si alguien piensa que exagero… que se tome otra copa y ya mañana lo discutimos.
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