Alejandro de Bernardo
Miércoles, 22 de Octubre de 2025

Pasaba por allí

Vaya nochecita. Era chiquitín. Diminuto. Tan pequeño que no entendía cómo podía caber allí tanto motor. Por momentos, era un F16. Sí, un 'caza' como les decían antes a los 'aviones de guerra' que superaban la velocidad del sonido. Por el cielo de mi pueblo pasaban de vez en cuando. Debía estar en una de sus rutas. Y mi madre –tan aficionada a mirar los aviones- nunca llegaba a verlos sino como puntos negros que se perdían en el horizonte. “Van como centellas” comentaba en alto aunque estuviera sola. Y este artefacto debía ser así, porque escuchar lo escuchaba pero no había forma de verlo. Se daba unas pasadas alrededor de mi oreja que no sé cómo no se estrellaba. Seguro disponía de visión nocturna. A las cuatro de la mañana, ¡Tela marinera! Me tenía loco. Harto de dar manotazos al aire contra el supersónico, sin éxito ninguno, cual avestruz… metí la cabeza bajo la almohada. Me sentí a salvo. Errorrrr.
 
Cuando hace calor saco un pie por fuera de las sábanas… y el brazo, si hace falta. Hacía falta. No quedó ni una parte a salvo. Lanzó sus proyectiles –a ráfagas- con tal precisión que no se salvó ni una sola de mis desprotegidas articulaciones.
 
Harto de la invasión, espoleado por los daños directos y colaterales, encendí la luz. Oh milagro, el ruido cesó. No obstante, medio dormido y medio atontado, me fui a buscar un antiaéreo. Agarré un matamoscas mecánico y otro químico, 'a la merde' mis principios ecológicos. Y esperé a que apareciera. Y seguí esperando. Y esperando y esperando se consumió mi alegría. Mis ansias de conocerlo. De disfrutarlo. Pero el muy cobarde no apareció. Pensé… debe ser un tipo listo. Ha reconocido mi armamento. Una retirada a tiempo es una victoria. Así que aceptado mi fracaso, y harto de rascarme los tobillos, los nudillos, los codillos y hasta los calzoncillos… decidí acostarme de nuevo y volver a dormir como si nada hubiera o hubiese pasado. 
 
Y, hete aquí, que cuando logré dormirme, el ridículo sonido de aquel insolente -o insolenta- se manifestó de nuevo, haciendo de mi noche una noche de bohemia y de ilusión que nunca podré olvidar ni arrancarla de mis adentros. Ayyy Navajita Plateá. P´a cantar estaba yo. La falta de oxígeno y la ofuscación ocasionan estas combinaciones surrealistas. Pero a lo que íbamos y vamos, que de nuevo a oscuras y con el aprendiz del Barón Rojo de nuevo en su salsa, armado hasta los dientes de toda la paciencia que conseguí rascar –nunca mejor dicho- esperé con desesperación creciente a que se estrellara en mi cara, lo que, aunque tarde… sucedió, y sin pensarlo nada, con una reacción instintiva, con la mano completamente abierta me arreé un tortazo tan fuerte que creo que, de no haber tenido la cabeza apoyada en almohada hubiera requerido un collarín. 
 
¿Éxito por fin? Nada de nada. Tras recomponerme un poco y un trago de agua, volvió el sonido como el de los aviones el Día de las Fuerzas Armadas al pasar por encima del auditorio. Resignado a no dormirme ya, cogí el móvil y vaya, se obró el milagro: la pantalla iluminada debió parecerle Tenerife Norte. Y aterrizó. Estaba allí. Y lo veía por fuera y por dentro. Un miserable, un insignificante mosquito con la barriga llena de sangre. La mía. Era mosquita. Eso lo averigüé, no se vayan a creer que… Lo veía en radiografía pero hasta ahí no. Planifiqué el golpe final. Sin moverme ni un fisco. No volviera a despegar. Había que actuar rápido y preciso. Sobre un girasol de fondo se encontraba el bichito como aletargado. Y por si acaso fuera un Harrier de despegue vertical, le pegué tal manotazo que el teléfono voló hasta el suelo rebotando. Un instante en el que ni me importaba el aparato. Encendí la lámpara rápidamente con la ilusión de que el amigo estuviera estampado sobre el protector de pantalla. Solo había una manchita roja. ¿Sería carmín? Ni idea. Yo sólo pasaba por allí. 
 
Y ahora que lo pienso, el despreciable mosquito no es tan diferente de esos pensamientos que a veces, sobre las tres o cuatro de la mañana, aparecen sin permiso y que entran en bucle sin que uno pueda deshacerse de ellos. Y lo que hartan, Señor.
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