Andrés Herrero
Viernes, 14 de Noviembre de 2025

Cumplir noventa y nueve

En Calzada del Coto, donde el viento huele a tierra y a ceniza, vive Cecilia Alonso Encina, que el próximo 22 de noviembre cumplirá noventa y nueve años. Casi un siglo latiendo entre los surcos del tiempo, con la serenidad de quien ha visto pasar los inviernos y las primaveras del mundo sin perder la fe ni la sonrisa. Su biografía resume, en buena medida, una larga época de este país. Su vida es un espejo donde se reflejan los cambios de un periodo: las guerras, las penurias, las ideas, los inventos que transformaron la existencia de la gente y, sobre todo, la paciencia del vivir.
 
Nació en 1926, hija de agricultores que araban la tierra con ganado y esperaban del cielo la lluvia buena. Le tocó crecer entre los ecos de la Guerra Civil y las estrecheces frías de la posguerra. En aquellos años en los que la vida se medía en pan y en brasas, aprendió pronto el valor del trabajo y la dignidad de lo sencillo, y empezó a empuñar aguja e hilo para ir tejiendo su destino.
 
Fue modista. Durante décadas, sus manos dieron forma a vestidos, camisas y trajes que vistieron a buena parte de la comarca de Sahagún. Cada puntada era una historia, cada prenda una pequeña victoria contra la pobreza. Su casa-taller, humilde pero cálida, fue un refugio de confidencias y risas, de mujeres que compartían penas y alegrías mientras el hilo corría. Ser mujer rural en el siglo XX no era tarea fácil: se trabajaba de sol a sol y se cuidaban hijos, ganados y almas. Se aguantaba lo indecible. Pero Cecilia, con aguja en mano y certidumbre en las entrañas, cosió también la vida de los suyos con afecto y tesón, colaborando de forma decisiva en el sustento familiar y siendo transmisora de valores y fortalezas.
 
Ha tenido seis hermanos, un marido, catorce hijos, catorce yernos y nueras, veintitrés nietos y seis bisnietos. También doce cuñados y cuarenta y dos sobrinos. Su familia es un pequeño linaje que se extiende como una espiga sembrada y resembrada en el campo leonés. Aún así en su casa siempre hay una silla dispuesta y un plato sobre la mesa para quien llegue. Su generosidad es tan natural como su fe. Religiosa hasta el ánima, enciende velas a los santos pidiendo por los suyos, con la ternura de quien sabe que el amor también es oración. Teme a las tormentas, pero no al tiempo: ha aprendido que la vida truena y retumba, pero que todo pasa si se lucha y se espera con calma.
 
Hoy, con casi una centuria a la espalda, Cecilia mantiene una salud suficiente y una memoria luminosa. Recita canciones antiguas, cuentos, poesías y andanzas que aprendió desde niña. Conversa con lucidez, hilando recuerdos como antes hilaba telas. En sus palabras se esconden las resonancias de un país que ya pocos recuerdan: las mulas de labor, los braseros, el olor de las velas, las primeras radios, la lavadora, el gas butano, la llegada del televisor y la maquinaria; el vacío que dejaron las amigas, los vecinos y familiares que emigraron, como también los hijos y nietos que se desperdigaron por las geografías, pero que a veces vuelven por verano y por Navidad. También evoca el mar infinito, que pudo ver en Málaga, después de los cuarenta.  Ella lo guarda todo en su memoria, ese cofre invisible que un día se cerrará, llevándose consigo un siglo de historias.
 
En la provincia de León apenas unas trescientas personas rebasan los cien años. Cecilia está a un paso de esa frontera simbólica. Su longevidad no es solo un fenómeno biológico, sino un testimonio: el de una generación que sobrevivió a la escasez material, a los sabañones y a la rigidez de las ideas. Conoció los cambios sociales y políticos de finales del siglo XX y, en sus ojos, se adivina la serenidad de quien ha visto mucho, pero que aún se asombra con las novedades y los avatares de la existencia.
 
Su vida, discreta y frugal pero llena de sentido, nos recuerda la importancia de los mayores, esa memoria viva que se extingue poco a poco. Los ancianos son la raíz de la que brotamos y, sin ellos, los detalles de la historia se diluyen, “como lágrimas en la lluvia”. Representan a una generación que sostuvo el país con trabajo callado y resistencia: mujeres que criaron hijos, atendieron casas y personas, labraron la tierra y mantuvieron el convencimiento en un tiempo en que la esperanza escaseaba. Hoy, cuando se habla tanto de despoblación y de pérdida de memoria rural, personas como Cecilia nos recuerdan que cada pueblo, cada casa vieja, guarda un relato que no debería borrarse.
 
Porque cuando ella ya no esté, con su ausencia se irán muchas miradas, recuerdos, canciones, tertulias de cocina, dichos y costumbres que ningún libro ha recogido. Se apagará una voz que aún pronuncia las palabras del pasado con suavidad, dulzura y orgullo. “Los mayores —decía un poeta— son la historia que camina.” Y Cecilia Alonso Encina, con sus noventa y nueve años y el corazón aún despierto, sigue caminando, cosiendo con hilos impalpables la memoria de un siglo entero.
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