Andrés Herrero
Jueves, 18 de Diciembre de 2025

La leña

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Los meses de noviembre, diciembre y enero son tiempo de corta de leña en la comarca de Sahagún. La Leña, como Las Vendimias, más que una actividad es casi una estación propia, entreverada en el invierno, cargada de historia y de significados. Parece algo del pasado, pues los sistemas para calentar los hogares y cocinar han cambiado mucho desde la llegada del gas butano y las calderas de gasóleo o de pellets; aun así, en estas fechas, por toda la región, por montes y riberas, veredas y corrales, desde el alto Cea, en las tierras de Almanza, hasta el sur del río, por donde se pierden los Melgares, resuenan las tajaduras secas de los hachos y el ronquido de las motosierras como si fueran un concierto comunitario de rock duro, envuelto en humos, relentes y aromas agrestes que preludian la Navidad, al igual que las luces de colores que adornan las plazas de los pueblos. Todo ello prepara, de manera ancestral, los acopios de madera con los que se intenta atravesar, de forma confortable, los largos meses invernales.
 
La leña, como el agua, siempre ha sido un recurso muy preciado. Al invierno, como dicen por aquí, "no le come el lobo", pero sí lo amortigua el fuego. La lumbre, la hoguera, la gloria, la hornilla, la estufa, la chimenea, la candela o el brasero se alimentan de leña, o de cualquier cosa que arda y produzca calor. Y el calor es sinónimo de vida y de esperanza. Un lugar sin lumbre cuando aprieta el frío no es un hogar ni es nada: apenas una oficina vacía y desangelada, poblada de miradas tristes. Basta una llama para que todo se vuelva más seguro, más afectuoso, más humano. Ver salir humo de una chimenea es ver gente asentada y espacio de convivencia. Donde hay humo hay fuego, y el fuego ha sido esencial para el ser humano desde tiempos inmemoriales. A veces se desborda y provoca grandes tragedias, pero cuando está controlado y atendido no solo proporciona protección, calor y luz, y resulta indispensable para la alimentación, sino que también ha sido objeto de fascinación y adoración en distintas culturas. Más allá de su utilidad práctica, el fuego posee un profundo valor simbólico, y es, además, una herramienta de socialización pues crea a su alrededor un lugar amable para la conversación, la interacción y el desarrollo cultural.
 
El usufructo de la leña, como bien necesario y codiciado, ha estado reglado desde épocas antiguas y ha sido motivo de disputas y controversias en torno a su propiedad y a los derechos de uso. En esta zona, durante buena parte de la Edad Media y hasta mediados del siglo XIX, la madera de montes y vegas estuvo severamente controlada por la omnipotente abadía de Sahagún, que solo permitía a los habitantes de sus cotos rastrillar la hornija de los encinares, aprovechar restos de podas y cepas viejas y recoger ramajes y los escasos árboles caídos por valles y regueros. La población no solo sufría las apreturas fiscales de aquel régimen feudal, que la condenaba a una vida casi menesterosa, sino que padecía también esa vulnerabilidad material que hoy llamamos 'pobreza energética'.
 
Tras la desamortización de las propiedades eclesiásticas, hacia 1850, la mayor parte de los montes pasaron a ser comunales, administrados por las juntas vecinales y los concejos. Resulta curioso saber que, como acto de rebeldía y de júbilo por disponer al fin de la madera de sus montes, en las plazas de muchos pueblos se prendieron enormes piras festivas. En Calzada del Coto, por ejemplo, el ritual de la gran hoguera de las fiestas de San Roque, en agosto, parece tener su origen en aquel episodio reivindicativo y liberador: de madrugada, la juventud se echa al monte con aparejos de corte, fraternidad y alegría, y regresa al pueblo por la mañana con un generoso carro de leña de encina que esa noche será quemado públicamente en el fragor de la fiesta, como una ceremonia patrimonial. Este acto social, como tantas fogatas que han iluminado el mundo, se imbricó con calzador en la tradición católica para simular fervor a un santo, cuando es probable que su sentido original fuera mucho más profano.
 
Desde entonces, la leña de los montes se reparte de forma regulada entre los vecinos que la solicitan, a un precio meramente simbólico. Gran parte de la leña que se corta procede de terrenos de titularidad pública, gestionados por las juntas vecinales, y se adjudica moderado con el sistema de 'suertes', conforme a las ordenanzas o, simplemente, a la tradición. En algunos lugares, la recogida se hacía mediante el viejo método de las hacenderas, convocando, a veces con toque de campana, a los interesados para una tarea común: cortar la leña y amontonarla en 'morenas' que luego se sorteaban. Ir a la leña era un trabajo duro, pero colaborativo, que acababa convirtiéndose en una pequeña fiesta de hermandad. Hoy ha ido perdiendo ese carácter comunitario y se opta por marcar lotes en las arboledas para que cada cual los gestione a su manera.
 
Dice el dicho que la leña calienta tres veces: cuando se corta, cuando se mueve y almacena  y cuando se quema. Forma parte de la tradición rural y está íntimamente ligada al campo y a quienes lo habitan. Posiblemente no exista una forma más natural de proporcionar calidez a las casas durante la invernada, y además suele ser un calor barato, aunque no exento de esfuerzo. La leña es un recurso energético renovable, sostenible y abundante en todo el territorio. Su uso responsable nos conecta con un ciclo natural y antiguo en el que la tierra entrega valor sin romper el equilibrio del planeta. Al final, puede decirse que no hay lujo más auténtico ni mayor compromiso ecológico que aprovechar esa energía que nace de nuestro propio suelo.
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