Se nos está yendo el año como si no quiere la cosa... Se ha ido escurriendo y apenas quedan un par de gotas. Quiero acabarlo en silencio. No callado, sino en esa calma profunda que nos permite respirar sin prisas. Que la Navidad sea Navidad al menos hasta los Reyes. Sin apremios, sin urgencias, sin carreras -aunque salvemos las sansilvestres, no me refiero a esas- sin ruido, sin trincheras.
Tal vez sobren luces. Me bastan con las pequeñas. Con las inagotables. Con esas que dibujan caminos y que en la noche nos recuerdan adónde regresar. Y si no, tiraré miguitas de pan por si la memoria se durmiera un rato… como en los cuentos de antaño.
Recrearme en los recuerdos como los del lunes pasado. Volver a la casa de mi infancia y escuchar la lotería cantada hasta que salía el gordo. En ese intervalo variable, intenso, amable… el mundo entero –el nuestro de entonces- cabía en esa cocina: no había urgencias ni angustias ni futuro amenazante, solo la grandeza de estar juntos.
Como es el momento de los propósitos para el nuevo año, quiero sentarme y sentirme libre. Que la política, con sus agudas polaridades, se haga a un lado. Que no se siente a la mesa. Que no estorbe en las conversaciones ni nos amargue los postres. Que no nos haga medir cada palabra ni pensar de qué color es el abrazo que damos, como si el cariño tuviera ideología. Deseo saludar sin desconfianza, reír sin segundas o terceras intenciones. No quiero tener que calcular nada, sino dejarme llevar por lo que me nazca. Uno se cansa y necesita respiros. Sentirse persona que destila lo que nos viene de serie: humanidad. Y, por supuesto, compartirla.
Que la diferencia no cabe zanjas. Y sobre todo, que los corazones se ablanden, que se vuelvan más tiernos, menos defensivos. Que bajen la guardia, aunque sea un poco, después de un año de golpes, ruidos y broncas. Por el sendero recorrido hasta ahora no podremos cambiar el mundo. Aunque haya gente que crea que puede hacerlo de golpe y hasta pone fecha.
El recién estrenado invierno más gris, lluvioso y frío que en los últimos años, tampoco ayuda, pero no hace sino lo de siempre: cambiar el ánimo según el espíritu de cada uno. Puede que el ímpetu de algunas fiestas nos arrastre a una felicidad impostada, pero aún así, podemos ser auténticos, encender una pequeña luz y dejarla estar, sin exhibirla, para que brille a cada instante. Hacer lo que cada uno pueda en la búsqueda de un tiempo mejor, de una convivencia mejor, de una sociedad amable y comprometida con la verdad. Con el bienestar general. El de todos. Hacer trabajo de hormiga, sin prisas pero sin pausas. Aportando esfuerzos y energía para que recuperar la convivencia sea un objetivo alcanzable. Respetando al diferente, al igual y al que piensa de otra manera. Acogiendo, no rechazando ni infravalorando.
Aunque la humanidad nos asuste con su crueldad, siempre podemos aferrarnos a un poema, a una canción, a un café con quien tú quieras... a algo que nos dé esperanza. Que nos invite a relacionarnos y a respetarnos. Solo así, tal vez, el nuevo año se atreva a entrar sin miedo. Tal vez así, nosotros también. Que esa actitud sea uno de los propósitos. Aunque parezca una inocentada.
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