Viernes, quince de marzo

Hay hoy un destino diferente. Corre la carretera por debajo de mí, acercándome a pueblos que, rápidamente, quedan atrás; únicamente el paisaje parece permanecer, constante en sus caprichosas divisiones que pasan de verdes a ocres, con la sola disculpa de una linde, un arroyo, un camino. El cielo, que intentan alcanzar las montañas en el horizonte, es la única referencia permanente.

Pasan las tierras, los campos pelados, las lomas. Paso también las arboledas. Cruzo los ríos, las hoces. Atravieso las montañas por altos puertos, por excavados desfiladeros.

Detenido en el tiempo, sólo yo me muevo, delirante, en busca de una meta, que no me saciará.

Abre, al fin, sus calles la ciudad, sin acogerme, dejándome simplemente pasar. Un paseo, árboles, un jardín domesticado. Un muro para contener el mar. 

Ha entrado la noche, sigilosa, sin casi hacerse notar. Una habitación impersonal y triste. Una ventana que se abre a la playa. Rumor de olas. Oscuridad.

El muro de la playa está primorosamente pintado de blanco; resalta contra el fondo negro del agua que, plena de noche, se extiende en su negrura hasta alcanzar las estrellas.

Rompen las olas en estallido de blanca espuma, con la cadencia de su canto, tantas veces repetido y siempre diferente. Una brisa suave y tibia, viene a acariciar mi soledad.

¡Añoranza del mar! Está el mar al alcance de mi vista, bastaría tender la mano para poderlo tocar. Y nace en mi pecho otra añoranza. Soledad y lejanía. Vacía está mi mano de la suya. Vacío de su presencia encuentro el corazón. Enmudece el mar, porque falta su risa. Inútil es la brisa, si no puede su cabello acariciar.

Dejan mis pies huellas solitarias en la arena; las huellas tristes de un hombre al pasar. Compartir, llenar tus pies y los míos de huellas, de gozos el mar; como un sueño, un deseo que arraiga en el pecho y en árbol frondoso se quisiera convertir.

Esta noche no se levanta la luna; También ella me deja solo frente a tanta inmensidad.