‘El sabor de los caramelos de fresa’, de Alberto de Frutos Dávalos, ‘Galochinas’, de Ana Belén Llamazares Acebes y ‘¿Cómo te llamas?’, de María del Carmen Ramos Fernández, han sido los tres trabajos seleccionados en la segunda edición del II Certamen de Relatos de Gordaliza, impulsado por el Ayuntamiento con el propósito de “acercar la cultura al pueblo y poner en común distintas visiones sobre el medio rural”.
Además de un premio en metálico y el calor las gentes de Gordaliza, los autores se llevaron para casa algo de la gastronomía local, especialmente conocida por sus dulces (Dulces Ramos) y sus vinos (Bodegas Casis).
Fueron una veintena los trabajos presentados y ejerció como jurado la responsable de la Librería Luna, de Sahagún, María Luna, la orientadora y docente del Instituto de Educación Secundaria, Goyi Pascual, además de los responsables de contenidos de este magazín, Ramón Pardo y Cristina Domínguez.
Primer premio
El sabor de los caramelos de fresa
Alberto de Frutos Dávalos
La habitación de mamá se llenaba de olores raros cuando era niña. Me acuerdo. Me acuerdo de que era primavera y mi madre me decía: “¡Échala, échala fuera!”
Corría las cortinas avergonzada. Lo hacía por obedecer a mamá, a quien quería más que a la primavera. Porque mamá se moría y los olores frescos que llegaban de la Calle Nueva le daban mucha pena y mucha rabia. Y más pena y rabia le daban cuando oía el coche del doctor, que ronroneaba desde el camino de Galleguillos.
Nacido en El Burgo Ranero, el doctor era el único en Tierra de Sahagún con coche, un Citroën 11 Ligero, y tenía también una bolsa llena de caramelos, todos de fresa, que me daba en secreto, uno cada semana.
Cuando le quitaba el nudo a la bolsita de cuero, los vientos de Pandora salían del fondo, pícaros y adolescentes.
“Mamá me dijo al levantarme que echara las cortinas”. Don Gabriel me lo reprochaba, porque decía que a mamá le venía bien la primavera: mamá era una flor y sin sol se arrugaba deprisa.
Mamá sin sol arrugada deprisa yacía sobre la cama, y el doctor decía a la puerta: “Toc-toc”, y la puerta se abría. Así cada domingo. Yo no preguntaba: “¿Puedo entrar?”, porque ya conocía la respuesta. Que era no. Me iba a un rincón y oía las voces de los mayores, que hablaban de cosas secretas: los muertos de Grajal de Campos, los jóvenes que tarde o temprano se marcharían…
A veces me tapaba los oídos. Otras no.
Tenía el caramelo entre mis dedos. Entonces, claro, aún no sabía a nada. Era un caramelo sin sabor... ¿O no? Tenía sabor como todas las cosas, que saben mucho antes de que nosotros las probemos. Por ejemplo, el hombre. O Dios, que nos hablaba en la iglesia de Nuestra Señora de Arbas también cada domingo, con todo su sabor, aunque a algunos les faltara la fe para probarlo. O la muerte, que sabe a suero y a silencio.
Estaba en el rincón, de cuclillas, ante el tesoro que más reverenciaba.
Mi madre en la habitación con el doctor y, afuera, su coche que tomaba aire.
Lo abría. Lo abría. Lo abría. Y de repente lo veía desnudo, rosado, como un botón.
Aunque sabía que aquel caramelo no era más que un trozo de viento, era feliz porque era niña y el mundo se arreglaba solo, cerrando los ojos, llorando, cantando o admirando los campos de trigo, cebada, avena o centeno.
Entonces se abría la puerta de la habitación de mamá, que murió esa primavera, y el médico me decía: “Tienes que ser fuerte, Aquilina”.
El caramelo se me caía de las manos.
Las manos. Los gusanos.
Cuando volví a casa, la tarde siguiente, las hormigas devoraban los restos de un caramelo que ya no sabía a viento ni a fresa. Que sabía a tierra, y a mamá.
Segundo premio
Galochinas
Ana Belén Llamazares Acebes
Se llamaba Agustín, aunque casi nadie lo sabía. Había nacido en algún lugar lejano que él no recordaba ni sabía situar. Tendría sesenta y muchos o setenta y pocos años en aquella época, pero quien lo veía le echaba muchos más.
Todos le conocíamos como ‘Galochinas’ porque siempre se calzaba con madreñas a las que hacía sonar sobre las piedras al caminar. Invariablemente traía una gabardina que en algún momento había sido gris, y una bufanda de cuadros (además de las galochas), pues aunque fuese verano decía que “lo que quita el frío quita también el calor”; y, así, se presentaba cada primavera en mi pueblo, con sus andares lentos y oxidados, cantando una tonada entre dientes y buscando la caridad del vecindario.
Lo primero que se oía cuando llegaba era el alboroto de los niños, que se tapaban la nariz a su paso y corrían a su lado riéndose de su aspecto. A él no parecía importarle, pero se iba derechito a casa de mis abuelos, donde sabía que le esperaba un baño caliente, ropa limpia y la cena. Nunca quiso quedarse a dormir en una cama, aunque mi abuela insistía, pues decía que no estaba acostumbrado y le dolerían los huesos. Siempre dormía en un rincón del portalón junto a su perro Fosco.
Tras el baño y la cena, antes de irse a dormir, nos contaba historias fantásticas del invierno, de espíritus y demonios, aventuras que a mí me daban mucho miedo pero que me fascinaban. Nunca se olvidó de traer un regalo especial para mí: una piedra con una forma o un color diferente, un palo tallado por él o alguna baratija que se encontrara en los caminos. La verdad es que yo le tenía aprecio, me gustaban sus visitas y sobre todo sus cuentos.
De un año para otro Galochinas dejó de venir, y ya nunca más se supo nada. Mi abuelo preguntó en otros pueblos por si sabían algo de su paradero, pero nadie pudo dar noticias suyas y, con el tiempo, todos nos olvidamos de él.
Hace unos días han encontrado en el monte restos humanos. Estaban dentro de un pozo que había cerca de lo que fue una majada hace tiempo. Son restos que, según dicen, tendrán al menos cuarenta años. También había huesos de perro de la misma época. De repente, mientras oía las noticias, me acordé de Agustín.
Sea o no sea él, quiero compartir aquí un trocito de su historia, una mirada a quienes, como él, pasaron por la vida sin suerte, dejando pequeñas huellas en los recuerdos de quienes les conocieron.
Tercer premio
María del Carmen Ramos Fernández
¿Cómo te llamas?
En mis años de niñez, yo vivía con mis padres y abuelo en un bello pueblecito del norte de León, rodeado de altas montañas, frondosos valles, sumergidos en sus ancestros legítimos, con gentes que vivían y soñaban al rumor de toda clase de animales domésticos. Mi perra Luna era tan alocada, que las gallinas del vecindario volaban en cuanto la veían. Mi abuelo me la regaló unas Navidades metida en una caja de zapatos entre papeles de colores. ¡Cuánta felicidad, dios mío!
Fueron transcurriendo los años y nuestras vidas cambiaron por completo. Mi perra se hizo grande. Yo, una adolescente, y mi abuelo… En aquellos tiempos nadie sabía lo que le pasaba al abuelo. Decían algo así como que había perdido el juicio. Para mí fue muy traumático ir observando, cómo día a día, el abuelo que me descubrió el color rojo de los tomates, el olor a lavanda, la textura del agua helada de las montañas, el viejo que, sentándome en su regazo, me relató el cuento de El gato con botas… Se pasaba las horas sentado en un sillón, con la mirada perdida. Había veces que desaparecía.
-¿Dónde está el abuelo? gritaba mi madre desesperada, por el pasillo.
Luna, con sus ladridos, nos llevaba hasta la cocina. Allí estaba con la cacerola de hacer la sopa, como sombrero.
-Padre, no me des estos sustos, que me vas a matar…
Otras veces, se escapaba a la calle. La buena gente del pueblo, siempre dispuesta a ayudarnos, lo traían cogido de la mano, para casa. Mi madre, cuando tenía que salir a comprar el pan, me mandaba que lo llevase al patio para que tomase un poco el sol. Pasábamos las mañanas de verano sentados los dos, mientras Luna correteaba por el huerto que nos surtía de lechugas, cebollas…
Con frecuencia, venían mis amigas a hacernos compañía. Él se divertía, viendo cómo jugábamos al corro, cantando y saltando…
Solía decirme: -Es una pena, no sé cómo te llamas. -¿Cómo te llamas?...
Una tarde se angustió mucho; se arrancó la camisa con violencia y empezó a gritar. Me puse muy nerviosa y le increpé con rabia que se callase. Le dije que eran las vacas que bajaban de la montaña, haciendo ruido con los cencerros.
Meses después dejó de hablar. Fueron muchos años los que habíamos vivido con un abuelo fuerte, trabajador; con inteligencia sólida e intuitiva y que, sin saber por qué, se extravió, se puso triste y sollozaba sin motivos Se volvió un ‘bebé’.
Mi madre, con mucho amor e infinita paciencia, le atendía en todas sus necesidades. Y, así, poco a poco, el abuelo se fue apagando. Un mes más tarde, también se fue mi perra.
A veces me pregunto: Si llegase a padecer esta terrible enfermedad que padeció mi querido abuelo, hoy conocida como Alzheimer, lo que nunca olvidaría sería el color rojo de los tomates, el olor a lavanda, la textura del agua helada y a mi querida Luna.
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